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“Estos dos podían coquetear y seducir a cualquiera con sus mentiras, tan tremendamente convincentes eran…”
“Amar a un muchacho puede ser como un sueño que no hemos tenido siquiera tiempo de soñar”.

Fragmentos de El gran espejo del amor entre los hombres,
Ihara Saikaku, Japón, 1687.

 

 

 

La mitología de todas las culturas, las leyendas y la literatura popular están llenas de historias de amor. Se podría decir que las pasiones amorosas, sean humanas o divinas, son el hilo conductor de buena parte del imaginario universal. Son ellas las que desatan las transformaciones necesarias que explican el origen y la existencia de los seres y fenómenos de nuestro mundo. Nunca faltan los jóvenes bellos y valientes, las mujeres hermosas e irresistibles, víctimas de sus propios encantos, de la furia de los dioses o de la venganza de terceros, envueltos en impulsos y emociones que causan, sino la muerte a secas, al menos, la metamorfosis de sus cuerpos.

 

Desde hace poco más de dos primaveras Leo Chiachio (Banfield, 1969) y Daniel Giannone (Córdoba, 1964) juegan a ser protagonistas de esas historias que han sido ilustradas a lo largo de los siglos. Trabajan juntos hilando imágenes arrebatadas a los más variados tiempos y confines: tradiciones japonesas, estampas hindúes, leyendas guaraníes reinterpretadas a orillas del río Paraná o figuras de personajes de la cultura contemporánea occidental. Sus obras son el resultado de la investigación sobre una técnica rigurosa como el bordado y la expansión de los propios límites de sus configuraciones. L y D someten su hacer a rituales precisos a la vez que imponen sus propias reglas de juego.

 

I- Shudô. El amor entre muchachos.

En la cultura japonesa premoderna, “la senda del amor por los hombres” era un culto habitual entre miembros de la elite de los samurai y los monjes budistas. Tal como lo fueran en la homoerótica de la Grecia clásica, estos vínculos en la búsqueda de conocimiento, sofisticación sexual e iluminación espiritual durante el pasaje hacia la adultez, debían darse entre un hombre maduro y un adolescente. Se establecían relaciones erótica-pedagógicas que eran parte de la disciplina religiosa y sexual, de la ética guerrera y de sus principios morales. Algunas parejas resistían el paso del tiempo o superaban las normativas que estipulaban las edades para aquellas prácticas idílicas, los códigos de dominio y sumisión entre el maestro y el aprendiz, y protagonizaban historias de amor que duraban toda una vida. Estos romances forman parte de un corpus de prosa, drama y poesía escasamente conocido en Occidente. Uno de los clásicos de esta literatura es El gran espejo del amor entre hombres de Ihara Saikaku. El libro reúne cuarenta cuentos cortos sobre episodios de samurai, monjes y actores del teatro kabuki en los múltiples escenarios del placer. El autor escribe así sobre las variaciones del amor en el Japón del siglo XVII, que denomina la “Tierra de las libélulas”. Dado que para copular, las libélulas se montan por detrás, “la postura del amor por los muchachos” es identificada con ellas.

Shudô es la abreviación del término que se escribe con los anagramas de “hombre y “color”. L y D parecen volver a enlazar hombre y color en cada tela bordada. Trazan su propia senda puntada a puntada. Se hilvanan como duplas amorosas en diferentes fases de la vida. Como niñitos juguetones enhebran sus rostros en la trama y urdimbre de una funda de la almohada que D usaba de pequeño. En Chinitos kids sus retratos flotan sobre el terreno de los sueños de la infancia, donde ahora L monta a un pez que es regado por D. Son ancianos gordinflones (Chinitos old) que muestran la dicha de un largo camino juntos, compartiendo el té y sosteniendo un frondoso ramo de flores multicolores como una sombrilla que los protege y perfuma sus últimos pasos. La densidad del bordado de sus capas tensa la tela que no resiste a las fuerzas del abrazo. Duplican sus cabezas en decenas de pañuelos como un catálogo reflectante de máscaras kabuki. Los cuadrados de tela cual espejos replican la imagen del semejante con variaciones que distinguen los rasgos de cada uno. Los estudiados diseños del maquillaje se camuflan con más flores. La multiplicación de las máscaras paradójicamente desenmascara sus pasiones, subraya y desoculta sus deseos por el otro. Sus trajes de hilos mutan en partículas de brillos cuando se representan como samurai. Actúan como bailarinas hindúes cuyas vestimentas y tocados de brillantina encandilan sus pieles de grafito.

 

II- El amor a orillas del río Paraná

En la estación Fluvial de Rosario, existe una serie de murales que narran leyendas del litoral. Estas grandes composiciones de selvas locales fueron pintadas por Raúl Domínguez, el maestro isleño. L y D descubrieron estas imágenes de la mano de la artista Lila Siegrist que supo reinterpretar estas obras en sus propias fotografías. Eligieron recrear un fragmento de ellas en El Pombero y el yaguareté. El Pombero es el más popular de los duendes de la mitología guaraní, es el genio protector de los pájaros que espía entre la vegetación y vigila en busca de los niños cazadores de aves para castigarlos. Con su sombrero de paja, inmerso en la jungla espesa de lianas como guirnaldas, se encuentra con un hombre-yaguareté en el que ha mutado el alma de un indio rubio con pluma de arco iris gay.

En otro sector de esta “selva ridícula” –como la llama L– el Amor del irupé los muestra como la encarnación del alma de los enamorados. La leyenda guaraní cuenta que la flor del irupé emergió en las orillas del río tras una tragedia originada en el castigo divino a la bella joven Morotí. Su acto de vanidad (arrojó su brazalete al río para que le demostraran su amor) causó el sacrificio de su amante, el valiente guerrero Pitá. Luego de sumergir su cuerpo en la fatalidad de las profundidades en busca de su amado, ambos subieron a la superficie; transformados en la flor de grandes pétalos blancos por la pureza de Morotí; envueltos por unos pétalos rojos como la sangre y el corazón de Pitá. En un sueño eterno, L y D conjuran los acechos del amor con su unión sobre una tela que el padre de D guardaba para hacerse un traje que nunca llegó a vestir. Las mariposas sobrevuelan las fibras del agua seca.

 

III- El amor de una gran familia

L y D no sólo actúan diferentes roles en sus obras, también lo hacen en sus vidas cotidianas. Escriben cada día el guión de la propia historia de amor que protagonizan y esos relatos de tan verosímiles nos convencen, nos envuelven y ya no se distinguen de la realidad (lo mismo da). Si bien –se sabe– el amor de libélulas no está hecho para procrear, L y D tienen un hijo (mejor dicho, tres, pero ese es otro episodio). Su hijito, de hocico y cuatro patas se llama Hilario Adolfo Chiachio Giannone, pero todos lo llaman Piolín. L y D son padres de lo mejor, capaces de pasar días enteros bordándose como las Brujas protectoras de los niños orientales para enaltecer a su cachorro. “Queremos mostrar el amor por nuestra mascota” –dice Leo mientras acuna a Piolín como un bebé. “De nuestro hijo” –corrige Dani. “Le pusimos Adolfo como uno de sus abuelos” –explica Leo–. “Nos salió morochón como su padre; es muy Chiachio” –agrega Dani. La imagen de Piolín se reproduce interpretando distintos personajes como lo hacen los niños en sus juegos: desde la falsa y cosmética rudeza del grupo Kiss a la sensualidad de unas pequeñas geishas (gay-shas). Pompones y perlas, hilitos y piolines (tal como sus nombres lo indican), brillantina y piedritas forman los trajes y tocados de un desfile interminable de tiernos perritos. Como las estatuillas de los Budas que se multiplican y alinean en los templos, L y D crean un lugar sagrado para su hijo salchicha. Una especie de altar para la veneración disparatada donde otros tantos amigos / tíos / artistas han acercado sus ofrendas: Laura Glusman (madrina), Alberto Passolini (padrino), Mirtha Álvarez, Elba Bairon, Viviana Berco, Flavia Da Rin, Verónica Di Toro, Juliana Iriart, Cynthia Kampelmacher, Silvana Lacarra, Juanjo Rodríguez Velandia, Norma Rojas, Cristina Schiavi, Lila Siegrist, Tamara Stuby, Luis Terán, Maison Trash, Roman Vitali e Ivana Vollaro forman parte de una gran familia. El mundo de Piolín no pertenece a una esfera afectiva distinta a la del entorno de sus padres.

 

 

A través de las distintas combinaciones de más de cuatrocientos colores de hilos Moulinée, L y D experimentan gradaciones, texturas, efectos de luz. Ponen sobre las telas los recursos plásticos de su arte logrados tras interminables ceremonias de puntadas. Dominan un vocabulario de puntos atrás, cadena, francés, yerba, de relleno, gusanito, de cruz, largo y corto y otros tantos con aguja pluma. Tomando cierta distancia de una práctica común del “bordado sensible” en el arte contemporáneo, un bordado de línea, de grafías autobiográficas como las de José Leonilson (Fortaleza, 1957–San Pablo, 1993), o de tenues y delicadas flores de Feliciano Centurión (Asunción, 1962–Bs. As., 1996), L y D arrebatan toda la carga decorativa y ornamental de los modelos textiles en soberanas marañas de filamentos. Falsean cierto glamour con materiales sencillos: “¡Quiero ser el John Galliano del bordado!” –grita Leo–; “Me fascinaría que pasemos a la historia como dos hombres que bordaban juntos” –desea Dani.

 

L y D despliegan en cada tela la potencia de un rococó zen. Buscan alcanzar la perfección de la técnica aplicada. Con increíble destreza en sus búsquedas de excelencia, renuevan las imágenes de los mitos y leyendas. Transforman sus figuras, las disfrazan, las maquillan de hebras. Sin duda, procrean en la metamorfosis de sus cuerpos. Se divierten, se burlan de sus propias mariconadas, de tantas flores, pájaros y mariposas que engendran con la disciplina de la acción repetida con sus agujas. El humor es la fuerza que se conjuga con la ternura en sus estampas. Cosen como nadie el arte con sus vidas. Por esa senda, se dan el tiempo no sólo de soñar sino de vivir y hacernos vivir todas sus fantasías.

 

Viviana Usubiaga

(la tía Vivi, primavera 2006)

 

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