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Por M.S. Dansey

Recorro el rostro como si lo acariciara, me deslizo sin prisa sobre la superficie lustrosa de los hilos de seda. Las facciones del ser amado, que para otros son un simple dato, para el amante son algo así como un casa, un refugio donde descansar, donde perder la memoria.

 

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Leo Chiachio (Buenos Aires, 1969) y Daniel Giannone (Córdoba, 1964) se conocieron en una fiesta, en la casa de un amigo, hace poco más de doce años. Podría no haber sido, pero fue. Porque sí, como sucede con las cosas verdaderas. Ungidos por la penumbra del balcón, se besaron. Desde entonces viven y trabajan juntos. La primera obra a cuatro manos fue un colchón bordado con la imagen de los dos durmiendo arrobados por un coro de ranas de plástico.

 

 

 

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Los dedos se mueven mecánicamente con el televisor de fondo. Los asistentes charlan y bordan, bordan y charlan. Pasan los amigos, se quedan. Del horno sale un budín de zanahoria, miel y almendras, las tazas pasan de mano en mano. Los días son una fiesta donde se come, se ríe y se escucha con las mismas ganas. Y en las horas silenciosas de la noche, ellos siguen solos un rato más, con la aguja y el aro. Las puntadas encadenan un presente continuo. De manera imprescindible, las imágenes van llegando. Sobre un campo sembrado de menta y manzanilla surgen árboles geniales donde anidan pájaros y monos. Caminando entre la luna y el sol, van los artistas artesanos.

 

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Frente al minimalismo severo de sus contemporáneos ellos confieren su labor a la complejidad y la exuberancia. Valen todos los recursos: sábanas viejas, telas sintéticas impresas, pañuelos almidonados, los puntos que Daniel aprendió en el colegio, los que les enseñaron las bordadoras, los que ellos inventaron. Motivos y estilos discordantes se entrelazan en una irreverencia ecléctica nunca imaginada. Las figuras son ganadas por la geografía emocional del género que deviene mapa donde vagar a piacere: al final de una extensa planicie se alborotan coloridos matorrales, una catarata de espuma dorada fluye sobre un camino que separa cielos y mares. No hay lugar para el error en el transcurrir orgánico del goce.

 

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Juntos somos mejores. Guiados por el optimismo que solo confiere el amor, avanzamos sin juicio y sin miedo hacia lo inesperado. Todo vale. Transformados a la luz de un gran todo, nuestros héroes se levantan soberanos, bellos como el abismo, misteriosos como el alba. Todo amor, dicen, es una despedida insuficiente. Pero si acaso también este intento fuese condenado al olvido, como el árbol que cae en el monte y no ruge su ocaso si no hay alguien para escucharlo; nosotros somos testigos, acá estamos.

 

 

 

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